El hotel se mostraba justo frente a nosotros cuando los desperté. Amanecer, se llamaba, nos había dicho que era el mejor lugar para llegar, era suficientemente económico y tenía las comodidades que podríamos necesitar, una cama agradable, agua caliente e incluso un comedor para no tener que salir del hotel. Lo que no decía el folleto era que su estilo era más bien decadente. La fachada se mostraba desgastada, la pintura parecía haber sido nueva hace uno o dos siglos, las ventanas estaban negras, al principio pensé que por las cortinas, pero después pude comprobar personalmente que era la mugre que había traído los años (eso y mucho descuido por parte de los dueños). La puerta principal era pequeña, de madera y con detalles de figuras que resultaban más bien inquietantes, en la parte superior se mostraban un par de animales, un carnero, un caballo y un cerdo, en el resto venían extraños trazados, tal vez eran símbolos cristianos antiguos, la verdad es que no estoy muy familiarizado, de cualquier manera bajamos todos cargando cada quien su equipaje. Entramos al hotel, Ángela, Noel y Laura seguían medio dormidos, por delante íbamos Alberto y yo, pasamos por un pequeño pasillo para llegar a recepción, en el cual se podían ver cuadros de santos, cada uno en el momento de su ejecución, me parecía bastante desagradable ese recibimiento, ver como a cada uno de esos hombres los habían colgado, quemado, torturado, sacrificado, todo por tener una fe que no iba de acuerdo a su tiempo. Creo que sólo Alberto y yo notamos los cuadros, pues los demás ni se inmutaron, creo que por eso él y yo cruzamos una pequeña mirada, algo así como un “¿y esto es lo que nos espera?”.
En recepción las preguntas fueron pocas, ya nos esperaban y sólo había que llenar el formulario. Alberto no quiso dejarme solo mientras los demás subían a sus respectivos cuartos. Desde esa fatídica tarde en que mi intento de suicidio falló él no dejó de preocuparse por mí. Después de haber llenado al formato, la señora que nos atendía me pregunto que si ya nos habían informado del peligro de la niebla. La señora Rosa era esa clase de ancianas con las que no quieres estar mucho tiempo. Tenía los dedos quemados, esa clase de defecto físico que produce el fumar demasiados cigarros caseros, que poco a poco va quemando la piel hasta crear un horrible callo con un desagradable color café oscuro. Además era bajita y parecía que no llegaba a pesar si quiera cuarenta kilos, su brazo era tan delgado que temí romperlo al saludarla. Sus ojos eran comunes, con un tono café desganado, pero estaban apagados, como si hubieran vivido una larga vida de decepciones, de ver tanta gente que viene y se va, de tener un marido alcohólico o haber quedado viuda desde muy joven, esa clase de sin sabor que da la vida. Nos pidió que tuviéramos cuidado si salíamos a pasear por la ciudad, sobretodo en la noche, pues hace tiempo se habían perdido unos turistas por un par de horas. Ellos no conocían la neblina, sobretodo del tipo de San Luisito que cuando comienzas a darte cuenta de que está llegando ya es demasiado tarde y en sólo 5 ó 10 minutos ya no puedes ver más allá que uno o dos metros adelante. Cuando ellos decidieron pasear la señora Rosa les pidió que tuvieran cuidado y por no seguir su indicación se habían extraviado hasta pasada la medianoche, cuando regresaron al hotel sedientos y hambrientos. Le dimos las gracias a la señora y procuramos tomar en cuenta su advertencia.
Tuvimos que subir los dos pisos a pie para llegar a nuestras habitaciones, en esos hoteles antiguos como dije antes, las comodidades son limitadas y un elevador es algo inconcebible, no por que no existieran, sino por que no funcionaban. Pudimos ver uno en el camino, de ese estilo antiguo, con puertas de rejilla, pero claro, si ni siquiera la fachada del hotel pudieron preservar, mucho menos iban a poder costear el mantenimiento de un elevador en uso. Las escaleras crujieron todo el camino a nuestro paso, Alberto iba por delante y podía ver como iba dejando sus huellas en cada escalón debido al polvo que se acumulaba a nuestros pies. Supongo que el hotel Amanecer no tenía muchas visitas o tal vez la señora Rosa no podía costear a alguien que le ayudara con el aseo. Alberto siguió rumbo a su cuarto, no sin preguntarme que si estaba bien, preguntarme que tanto me había cansado de manejar en el viaje y hacer un comentario jocoso de lo viejo del lugar. Yo lo tranquilice diciendo que me sentía mejor que nunca, tal vez el hotel no era lo que esperábamos, pero ya estábamos en San Luisito y el lugar seguramente me ayudaría a olvidar. Me sonrío y se despidió cortésmente para ir a dormir mientras entraba a su habitación. La suya era la 204, la mía la 203 y en la 202 seguramente ya dormían Noel y Ángela.
Cuando entre en la habitación pude ver a Laura sobre la cama, estaba sentada esperándome leyendo un libro, tiene la buena o mala costumbre (según se mire) de esperarme para dormir, dice que no puede conciliar el sueño sino me tiene a su lado. Le sonreí y la besé, quiso que me recostara a su lado, pero le dije que primero quería tomar una pequeña ducha. Aquí te esperaré, me dijo, y si necesitas algo, sólo llámame, ¿ésta bien, amor?, agregó. El baño tenía el agua caliente, sólo tuve que esperar unos cuantos minutos en los que la tubería decidió escupir un poco de tierra y polvo, una especie de mezcla negruzca que bien pudo haber estado ahí un par de años. Después de eso el agua era cristalina, caliente y agradable, por lo que decidí llenar la tina. Mientras estaba lista me acerqué al lavabo para rasurarme, pero el cristal estaba completamente empañado, no por el vapor, sino por esa especia de mugre que tenía el hotel Amanecer, era como si hubieran pintado el cristal, una especie de cuadro impresionista contemporáneo donde grandes plastas de pintura tiradas al azar abarrotaran el lienzo. Con un poco de papel y agua comencé a limpiar el espejo, pero no pude arrancar más que un poco de esa capa café, lo suficiente para encontrarme con una cara como la mía, pero deformada, era yo mismo, pero no como llegué a San Luisito, en realidad era más pálido, tanto como esa tarde cuando decidí tomar la pistola y terminar todo en el baño de la casa. No pude soportarlo, la imagen era demasiado intensa y golpeé fuertemente el cristal, que se hizo añicos cayendo sobre el lavabo.
Laura me preguntó si todo estaba bien, con una voz demasiado alterada. Salí del baño para mostrarle que no había pasado nada, un pequeño tropiezo, sólo eso, ella pareció calmarse y se acercó a darme un beso, creo que para tranquilizarse más ella que a mí. Le oculté la sangre que salía de mi muñeca, no quería que se preocupara. Volví a meterme al baño y la tina estaba lista. Tal vez el baño no sería tan corto como yo esperaba. El agua estaba deliciosa, tanto que cuando me recosté y dejé mi cuerpo a remojar me quedé dormido. Dentro del sueño podía ver todo como una película muda. Estábamos los cinco en la camioneta, todavía en el viaje rumbo a San Luisito, ellos se encontraban dormidos y yo venía deseando llegar para poder fumar un cigarrillo. Pensaba (dentro del sueño) que podía abrir la ventana, fumar un par de caladas y luego apagar el cigarro, para no molestarlos demasiado a ellos y calmar mis ansías. Miraba en la guantera, tratando de sacar la cajetilla, mientras accionaba el encendedor del auto, cuando volvía a mirar al frente, notaba un carro abandonado justo a unos metros delante de nosotros. No tenía tiempo de frenar y traté de girar, lo que hacía que se volcara la camioneta y ésta rodaba un par de veces. Pude ver mi cara gritando, en ese momento desperté sudando en exceso, en medio de la bañera del cuarto 203. Por suerte no grité y al salir del cuarto, Laura ya estaba dormitando. Me recosté a su lado, tratando de conciliar el sueño, esperando que esta vez fuera uno tranquilo.
Por la mañana cuando desperté Laura no estaba en el cuarto, me levanté a buscarla en el baño y no la encontré, así que aproveché para orinar tranquilamente. De regreso en la cama acerqué el cenicero y encendí un cigarrillo, total si Laura fuera a enojarse por el olor a cigarro siempre podía culpar a mis nervios y a las propiedades anti psicóticas del tabaco. El humo flotaba lentamente por el cuarto permitiendo ver formas y figuras extrañas, a ratos parecía unos rostros, a veces signos extraños, justo antes de apagar el cigarrillo me pareció ver mi cara que gritaba en el humo y recordé el sueño que había tenido, creo que por eso me apresuré a vestirme y bajar al desayuno.
Cuando llegué al comedor ya estaban todos ahí, el almuerzo era una especie de buffet típico de la región con chilaquiles, huevos, frijoles, sopes, gorditas y demás por el estilo. Ángela y Leonel se veían muy alegres, probablemente habían pasado una buena velada –cosa que Alberto me confirmó al oído– Laura me besó a manera de saludo y me preguntó por el olor a cigarro. Decidí no mentir y ella estaba de tan buen humor que me acompañó a sentarme y me sirvió un plato de comida. En ese momento me di cuenta que no había nadie más, no sólo huéspedes, no estaba la señora Rosa ni algún empleado del hotel. Me pregunté silenciosamente quién habría hecho el desayuno.
De cualquier manera estaba delicioso, Laura se portaba muy cariñosa conmigo, a la vez Alberto comenzó a acaparar la atención por medio de chistes y bromas, me gustaba el hecho de que era una persona que podía encajar en cualquier grupo y ya comenzaba a hacer migas con Laura, así como con Ángela y Leonel. Me encantan los desayunos como ese: sin preocupaciones, con una comida deliciosa y tan amena compañía.
Cuando terminamos de comer decidimos salir a pasear por la ciudad, pero primero iríamos a nuestros cuartos a reposar la comida. Ángela y Leonel se fueron a su cuarto, mientras Laura y yo fuimos al nuestro. Alberto decidió salir a caminar un poco por su cuenta, quedando de reunirse con nosotros media hora después.
En la habitación sucedió la discusión y aun hoy no recuerdo como fue que pasamos de estar felices a esas sensaciones tan amargas de lastimarnos el uno al otro. Tal vez fue por el cuarto apestando a cigarro o fue el reclamarle a Laura tener que hacer ese viaje por la culpa que sentía ella, debido a mi condición. Lo cierto es que apenas llevábamos un par de minutos en el cuarto cuando comenzamos a discutir. Yo le reclamaba el tener que hacer el viaje, el que fuéramos precisamente con esas personas, mi falta de interés por San Luisito, el que yo sabía que yo estaba bien, que no necesitaba todo eso. Ella por su parte me reclamaba por mi egoísmo, por no querer atender mi depresión, por que no reconocía todo lo que ella hacía por mí, por no tomarla en serio, el no querer formar una familia, el no poder darle un hijo.
Con Laura todo se reducía a no poderle dar un hijo, no es que yo fuera estéril, sino que siempre le di prioridad a mi profesión, a mis logros y a mí mismo. Yo si quería un hijo pero nunca vi el momento adecuado para tenerlo. Ella no, desde nuestro noviazgo ella ya le estaba poniendo el nombre, practicaba como cambiar pañales… era una enciclopedia ambulante con información sobre todo lo que debe saberse de bebés, de la paternidad, de la niñez, la adolescencia. Sólo le faltaba la parte práctica y entre más tiempo pasó más difícil fue conseguir un embarazo.
Ella ya era grande y su cuerpo no era tan fuerte como para tener un embarazo satisfactorio. Eso lo supimos dos abortos después. Por esa razón, siempre salía a la luz el tema, en cada discusión, en cada reclamo, ella me amaba pero a la vez, me odiaba como si yo hubiera sido el asesino de sus sueños, el asesino de nuestros hijos. Con Laura todo se reducía a no poderle dar un hijo. Con Laura siempre era lo mismo.
Estaba muy molesto por la pelea, por lo que salí con la intención de ir a la entrada del hotel a fumar a mi gusto, cuando en el pasillo pude escuchar como Leonel gritaba en su cuarto, probablemente fuera una de sus peleas habituales por la forma en que la palabra puta salía a relucir. Bajé lo más rápido que pude, no quería tener que calmar la rabia de Leonel. Además no estaba de humor para otra persona enojada además de mí mismo.
Llevaba cerca de quince minutos fumando, ya más calmado, cuando llegó Alberto de su paseo. Al parecer no hubo mucho que ver en la ciudad. Pero estaba listo a que fuéramos los cinco, tal vez así el paseo fuera más interesante. Lo cierto, es que parecía que tenía algo que contarme. Esa era una cualidad de Alberto, su transparencia, con sólo verlo podías saber lo que estaba pensando, cuando estaba enojado o feliz y sobretodo cual era la chica que le gustaba en ese momento. Pero en esa ocasión parecía más bien como quien tiene la respuesta a la pregunta y tiene que sacarla a la luz lo más pronto posible.
— Sabes, he estado pensado que San Luisito no es tan normal, tiene un aire peculiar. Es… no sé como decirlo, como si tuviera una atmósfera diferente. Al principio pensé que era el clima combinado con la arquitectura de este lugar. Que la neblina y los edificios eran los que creaban ese ambiente intranquilo. Pero sabes, ahora, mientras paseaba me di cuenta de que en realidad lo que hace que este lugar sea tan perturbador es su gente. Ahora lo entiendo, son las personas. Cuando uno camina por aquí puede ver sus rostros y es como si no los vieras. En primer lugar, casi no hay gente en las calles, la ciudad es solitaria, aún así, me quedé sentado en una fuente cercana y mientras estaba ahí, absorto en mis pensamientos pasaron por lo menos una docena de personas. Sabes que me gusta fijarme en los rostros de la gente que va pasando, sobretodo de las chicas. Pues mira, eso es lo extraño, puedo decirte que pude ver de cerca a un par de jóvenes con las que bien pude tener una aventura. Pero sabes ¿qué? No logró recordar sus rostros. Es como si sus caras se hubieran desaparecido de mi memoria. Pero no sólo ellas, también el resto de las personas que pude ver. Recuerdo haber saludado a un par, incluso creo haber preguntado direcciones para llegar a la fuente, pero no consigo recordar a ninguna de las personas con las que hablé o me topé en el camino. Es como si hubieran sido sombras. Sólo unas sombras.
La idea me pareció graciosa, la gente sombra. Como sacada de un cuento de fantasía. Alicia en el país de las sombras. Se lo comenté a Alberto, pero a él no le pareció en lo más mínimo que me burlara de sus impresiones. En verdad parecía alterado y yo no pude mostrarme más empático. Por suerte Laura llegó a reunirse con nosotros casi al momento. Se mostraba un poco molesta pero lo suficientemente tranquila como para saludar a Alberto de buena manera y preguntarse por que Ángela y Leonel todavía no habían bajado. No te preocupes, ahora voy por ellos, respondí y entré al hotel a buscarlos.
Toqué un par de veces al cuarto antes de que abriera Ángela cubriendo su cuerpo tan sólo con una toalla. Pensé que era Leonel, me dijo, entrecerrando la puerta. Siempre me sentí mal por conocerla y que fuera amiga de mi esposa. No era que tuviera un cuerpo de supermodelo pero desde lejos podía sentir su vibra sexual llamándome y se le ocurre salir con una toalla. Está bien, le dije, los esperamos abajo. Ella cerró la puerta sin más. Pinche puta.
Cuando bajaba me encontré a Leonel en la escalera. Le dije lo mismo que a Ángela, los esperamos abajo. Pero pude ver que seguía un poco enojado, por eso pregunté si estaba todo bien. Ya sabes, lo de siempre, que está chica sólo me hace encelar creyendo que así tendrá más mi atención, de verás la quiero, pero cada vez que hace cosas así, me hace perder los estribos. Pero no te apures, ahorita la contento, sabes que en quince minutos se arreglan estas cosas. Me prometió que no tardarían en bajar. Tardaron media hora más. Cosas de parejas, sexo de reconciliación y esas cosas.
Mientras esperábamos, la señora Rosa venía llegando al hotel. Se disculpo por haber tenido que dejarnos el desayuno y salir, pero tuvo asuntos que atender. Nos preguntó si teníamos planeado salir a caminar. Al contestarle que ese era precisamente lo que íbamos a hacer, nos recomendó nuevamente que tuviéramos cuidado con la neblina, por lo traicionera que era. El tiempo que tardaba uno entre que se daba cuenta de que la niebla estaba apareciendo y en que está se hiciera tan espesa que no pudiera ver a más de un metro era de apenas minutos. En caso de ser así, debíamos tomarnos de las manos y guiarnos por la brújula (que ella depositó con una sonrisa en mi mano), el hotel quedaba al sur de la ciudad y no sería tan difícil dar con él. También nos pidió que no intentáramos salir de la ciudad caminando, por que entonces sí, los problemas de neblina podrían llegar a ser mortales, sobretodo en esa época. Aún así nos recomendó que lo disfrutáramos mucho, que San Luisito era pequeño pero tenía ese sabor peculiar para atraer a turistas como nosotros. Se despidió alegando tener que ir a hacer cosas al hotel. Sólo entonces, cuando ella entró por la puerta me di cuenta de que las afirmaciones de
Alberto eran ciertas. Eran personas sombra. A pesar de haberla visto hace tan sólo un momento no podía recordar el rostro de la señora Rosa. Extraño, cierto, probablemente fue sólo la sugestión por haber tenido esa idea en mi cabeza.