viernes, 8 de enero de 2010

Rosalba

No podía mirarlo a la cara después de lo que había pasado, quería hacerme chiquita, chiquita, hasta desaparecer. Pero eso no podía ser, la cosa apenas iba empezando. Me ordeno que me quitara la blusa y el sostén. Lo hice, mientras miraba por la ventana como caía la lluvia, sólo quería ser eso, lluvia que cae y se aleja. Pero él estaba ahí y no iba a olvidarlo. Pude haber llorado, pude haber gritado y terminado con todo eso, pero la verdad, muy dentro de mí, quería que lo hiciera por que yo lo amaba, aun cuando todavía no supiera reconocer lo que era el amor.

Todo había comenzado unos meses atrás. Mis padres estaban ocupados y no tenían tiempo para mí, mis hermanos ya eran grandes y tenían compromisos más importantes que yo, citas con sus novios, su trabajo o simplemente no querían perder tiempo con una niña. No tenía muchos amigos, la mayoría eran de la escuela y como nuestra familia vivía en las afueras de la ciudad era raro que pudieran visitarme y lo era aun más que me dejaran ir a la casa de un amigo. Por eso vivía de forma bastante solitaria, hasta que llegó Carlos, mi primo.

Su familia había tenido problemas, divorcio, entonces decidieron repartirse, un hijo tú, un hijo yo y les sobraba el mayor, ya estaba lo bastante grandecito como para decidir y él decidió irse con sus abuelos. Por eso llegó a mi casa, es decir, a la casa de mis abuelos. Él tenía 17 años cuando llegó, era alto, delgado, de hombros anchos, su voz era ronca, comenzaba a crecerle una barba espesa, que combinaba a la perfección con sus ojos profundos y su cabello, que usaba bastante largo. Era guapo, es cierto. Cuando llegó a la casa, no hizo gran cambio para mis abuelos, ni mis padres, mis hermanos lo saludaron con mucho cariño, sólo para hacerlo parte de los muebles un par de días después. Creo que eso hizo que él fuera feliz en la casa, a Carlos le gustaba que no le prestaran atención. Pero yo era pequeña, tenía 11 años y él fue el único con el que pude acercarme.

En la mañana yo iba a la escuela primaria, mis hermanos iban a la escuela al otro lado de la ciudad y siempre había peleas entre los tres por que ninguno quería ir a recogerme. Cuando llegó Carlos, él se ofreció como voluntario para ir a recogerme diario, nadie puso objeción y a mí me hizo verlo no sólo como el nuevo primo que llegó, sino como el nuevo primo con el que podría llevarme bien, por fin alguien con quien jugar, con quien hablar. Cada tarde, de camino a casa, el me compraba algún dulce con el dinero que había guardado de su almuerzo. Siempre tenía detalles para conmigo: cargaba mi mochila, siempre llegaba puntual y casi todo el camino se la pasaba sonriendo y haciéndome bromas o contándome historias divertidas. En verdad Carlos era un ángel que había ido a liberarme de la tristeza en la que vivía. Yo lo quería mucho.

Así es como suelen suceder las cosas: lentamente. Cuando menos te das cuenta, la persona que había sido un completo extraño días atrás se convierte en la persona más importante de tu vida. Así son las relaciones humanas. Con Carlos no pude evitarlo, el me dio a beber el agua en el desierto y en verdad que yo estaba sedienta. Por eso cuando comencé a notarlo diferente no me aleje, yo había decidido que quería ser lo que el necesitara. La relación fue poco a poco tornándose exclusiva. Sólo el y yo. De regreso de la escuela a casa, a la hora de la comida, en las tardes cuando el trataba de estudiar y yo no tenía con quien jugar y poco a poco fueron más momentos en que terminábamos él y yo en su cuarto. Hasta que un día se decidió.

Recuerdo muy bien como yo estaba recostada en su cama, cuando él dejó a un lado su libro de algebra y se sentó a un lado mío. No tuvo que decir nada, ya todo había cambiado. Con sólo acercarse pude saber que algo iba a pasar, no sabía como iba a ser, pero bien sabía yo que había cosas prohibidas, que se debe tener cuidado y que nada de eso importaba, no si era Carlos. No recuerdo como llegamos al beso, pero cruzamos el punto sin regreso y nos dejamos llevar.

Todo fue maravilloso en un principio, beso tras beso, él era gentil y delicado conmigo, me ayudó a desvestirme y me acariciaba por cada parte de mi cuerpo, yo mientras trataba de oler su cabello, de evitar las cosquillas cuando besaba mi ombligo o debajo de mis pechos, me encantaba como me miraba, como si yo fuera lo más importante en todo el mundo. Entonces quise saber cómo era él. Le pedí que se desvistiera, se quito su camisa y pude abrazarlo, sentir su piel en contacto con la mía, era un abrazo tan cálido, tan lleno de amor. Después de eso, se quitó los pantalones y calzoncillos y me encontré con su miembro, tan extraño, tan fascinante, me pidió que lo tocara y lo hice, con toda la gracia y práctica que puede tener una niña de 11 años, aun así, él lo estaba gozando. Quiso que lo besara y lo hice, pero cuando me pidió lamerlo tuve demasiado asco que prefirió arriesgarse. Me dijo que no me dolería, que me relajara, que no quería hacerme daño, que nos iba a gustar, tal vez sentiría un poco de comezón al principio, pero después todo estaría bien. Luego, me abrió las piernas. Dios... como lo odio.

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